Nunca sabremos cuál habría sido el futuro de México si el pasado 2 de junio no hubiera culminado una larguísima “elección de Estado” en la que Andrés Manuel López Obrador y su partido Morena, desde mucho tiempo antes, durante y después de la campaña electoral, violaron abiertamente las reglas establecidas desde las reformas electoral y judicial de 1994-1996. Estas reformas habían dado a México tanto un Poder Judicial independiente como las condiciones para contar con elecciones limpias y justas.
Durante años, el presidente y su partido socavaron la independencia, integridad y el presupuesto del Instituto Nacional Electoral (INE) y, cuando este los reconvino, respondieron con rechazo, burla y desacato. Sin ningún decoro, se ocupó de que se montara un aparato de cooptación de electores ―clientelismo puro y masivo― con recursos gubernamentales desviados de los programas sociales, al tiempo que sus campañas y movilizaciones electorales se financiaban, por encima de los límites legales, con recursos públicos y privados ―estos últimos, váyase a saber de quién y por qué.
Contra la letra y el espíritu de las leyes electorales, López Obrador se sirvió de los instrumentos que le había dado la democracia para destruirla. Insisto: siempre será un misterio qué hubiese acontecido si López Obrador y los suyos hubieran respetado la Constitución y las instituciones de la República.
Lo que es indiscutible es que su candidata ganó unas elecciones en las que, gracias a los mecanismos creados por las reformas de hace más de un cuarto de siglo, los votos fueron contados bien. Así, a partir de este 1 de octubre, Claudia Sheinbaum es la primera presidenta de México.
La pregunta ahora es acerca del camino por el que ella optará en esta bifurcación de la historia de México. ¿Ser presidenta de una nación democrática o simplemente ser el rostro ―nunca el poder real― de un régimen político que amenaza con convertir a México en una tiranía? Claudia Sheinbaum no ha dado indicios de que vaya a optar por el primer camino, pues ha insistido hasta la saciedad en que ganó para dar continuidad al proyecto de López Obrador.
En sus propias palabras, se abocará a construir el segundo piso de la “Cuarta Transformación” (la 4T). Lo grotesco de esta impostura de la 4T queda claro si se examinan “los cimientos y el primer piso” sobre los que la nueva presidenta ofrece construir lo que a ella toca.
Las piezas de esa estructura están ya ahí: por un lado, fomento del culto al líder; abuso clientelista de las políticas sociales para cooptar voluntades de los ciudadanos con los propios recursos que ellos transfieren al fisco; nombrar a un familiar su comisario para el control de su partido; terrorismo tributario que acalle disidencias y encuentre aliados en el sector empresarial; control de los espacios de que disponen los medios de comunicación masiva con fines de engaño y propaganda ―en ciertos casos a cambio de negocios con el Gobierno―; sótanos con multitud de troles en las redes sociales para atacar anónima y masivamente a críticos, periodistas libres, políticos de oposición y cualquiera que se atreva a disentir; un sistema de Educación Básica muy por debajo del que recibió, en el cual la prioridad no es educar sino adoctrinar. Por otro lado, y muchísimo más grave, está la destrucción institucional que obsesivamente ha llevado a cabo López Obrador.
Sus mayores trofeos serán la devastación del Poder Judicial independiente, cuyo lugar sería tomado por uno armado, mediante una farsa de elecciones, para servir al poder político y con el riesgo de ser manipulado por el crimen organizado; la ampliación de la prisión preventiva oficiosa, que es dejar a la gente encarcelada mientras se completa la investigación judicial correspondiente, práctica abominable que viola los principios universales de justicia; la sustitución de las autoridades electorales autónomas por órganos controlados por el partido en el poder que, llegado el caso, podrán comportarse como en Venezuela, donde la dictadura acaba de perder las elecciones y enseguida fue falsamente declarada como vencedora; la apertura a la influencia del crimen organizado en los resultados electorales; la cooptación de nuestras fuerzas armadas ―históricamente ejemplares en América Latina por su sujeción legal y funcional al poder civil― no solo al entregarles la Policía Nacional ―lo que ha ocurrido únicamente en países no-democráticos―, sino algo quizás más siniestro, dejarlas expuestas a que se conviertan en parte interesada en la preservación de un régimen autoritario y corrupto. Esto, por cierto, traiciona y elimina el principio, que ha estado en vigor desde la Constitución de 1857, de que las fuerzas armadas solo podrán ejercer funciones que tengan rigurosa conexión con la disciplina militar.
También está en proceso la abolición de instituciones autónomas en materias como la transparencia, la competencia, la regulación de energía y las telecomunicaciones, que en el mundo de hoy son esenciales para apoyar el desarrollo de las naciones y prevenir el uso abusivo y autoritario del poder gubernamental. Como pocos lo habían hecho en el pasado de México, López Obrador hizo sentir desde el inicio su poder arbitrario con las formas más abusivas posibles.
Nunca se ha estimado rigurosamente el costo total de esta absurda arbitrariedad, cálculo que debiera incluir no solo el costo de aquella construcción y su demolición, sino también las enormes indemnizaciones en que se incurrió, y otros costos directos, sino también lo que ha perdido la economía del país y de los usuarios potenciales por no contar con esa infraestructura. Por mera ocurrencia presidencial se emprendieron otras obras que han implicado y seguirán representando altísimos costos, muy por encima de los beneficios que razonablemente pudieran esperarse de ellas.
Un caso monumental es la refinería de Dos Bocas, cuya construcción se aprobó sin que hubiera estudios de factibilidad ni ambientales, con proyectos de construcción improvisados e incompletos, para obtener productos que tienen gran capacidad ociosa entre los proveedores tradicionales de México, y con el antecedente de ser un sector en el que Pemex ha perdido muchísimo dinero. El llamado Tren Maya parece ser el mayor orgullo de las ocurrencias constructoras de López Obrador, si se atiende al número de menciones y visitas propagandistas que le ha dedicado.
También es otro gran ejemplo de irresponsable improvisación, obsolescencia tecnológica, desperdicio, opacidad y gravísimos e irreparables daños ambientales. Como en otros casos, sin estudios serios sobre necesidades insatisfechas, ingeniería, costo, e impacto ambiental, entre otros muchos aspectos esenciales, se inició su construcción.
Para comprobar la magnitud de este chasco bastaría referirse a su costo más de tres veces lo dicho en su inicio, al reducidísimo número de pasajeros que ahora atiende en sus mejores días, y los numerosos atropellos a leyes y regulaciones cometidos para su construcción. Lamentablemente hay una consecuencia que aún no se ha valorado debidamente y que no tiene arreglo alguno.
Se trata de la destrucción de una parte importante de la riqueza y capital natural de esa región de nuestro país. Entre los muchos daños se cuenta la deforestación de 2,500 hectáreas de selva con la tala de más de 10 millones de árboles, enormes pérdidas del hábitat de su fauna incluyendo el del ya escaso jaguar; daños inmensos al enorme sistema de cuevas y cenotes de la península de Yucatán, contaminación de mantos acuíferos, destrucción de vastos sumideros de CO2 y seria afectación de zonas arqueológicas.
La debida cuantificación de todas estas pérdidas del capital natural de México debiera hacerse rigurosamente y acreditarse a la arbitrariedad de López Obrador. Con todo, la mayor muestra de incompetencia y carencia de interés en servir realmente a la población de México se dio con la respuesta gubernamental a la pandemia de covid-19.
Aunque el gobierno se ha afanado en ocultarlas, las más graves consecuencias de su gran irresponsabilidad frente al covid19 han sido debidamente estudiadas y cuantificadas por expertos independientes. En concreto, al ser medido con la tasa de letalidad ―decesos en relación a infectados― México tuvo el peor desempeño del mundo.
Esa tasa fue del 9%, varias veces mayor que la de que de cualquier país. También sufrimos la deshonrosa distinción de alcanzar las más altas tasas en el mundo de morbilidad y mortalidad de personal sanitario: médicos y enfermeras.
Se estima que el número de fallecidos por covid-19 en México superó las 800,000 personas, muy por encima de la cifra que en forma oficial fue reportada a la OMS. A esta tragedia humana la acompañó la económica.
En el 2020 la economía mexicana sufrió una contracción del 8,6%, una de las tres más graves entre los países de la OECD. La dimensión de estos desastres, muy por encima de lo ocurrido en cualquier país con un nivel desarrollo similar al nuestro, no fue fortuita; fue consecuencia de la negligencia y falta de empatía con el sufrimiento de los mexicanos, por parte de López Obrador y de sus colaboradores.
La supuesta “austeridad republicana” no impidió que se siguiera gastando en los elefantes blancos de López Obrador, quien además, de principio a fin exhibió una penosa indolencia frente a los tristes acontecimientos. Es trágicamente memorable su exhorto burlón a la población de que, frente a la epidemia, las personas recurrieran a sus estampas religiosas y amuletos, así como su total ausencia de las instalaciones para apoyar al menos moralmente al personal que atendía a las víctimas de la enfermedad.
No ayudó que justo antes del brote, en otra decisión injustificada y arbitraria, el gobierno haya desarticulado el sistema público de provisión de servicios básicos de salud y de adquisición de medicamentos, como siempre, alegando que todo lo hecho en el pasado debía desecharse. Así, no sorprendió que sin justificación seria alguna, se eliminasen programas orientados a apoyar a los más pobres del país.
Además de los estropicios causados al sistema de salud, que afectaron de manera desproporcionada a la población con mayor pobreza, el gobierno suprimió sin más, un programa diseñado específicamente para abordar tanto la pobreza extrema como favorecer la educación y la salud de las familias más pobres de México. Igualmente pasa por alto el hecho que el producto interno bruto por persona, a precios constantes, no haya crecido nada durante su período presidencial.
Una economía estancada hará más difícil corregir los otros problemas económicos que deja a su sucesora, como el mayor déficit fiscal en 30 años, y por supuesto el gravísimo problema de inseguridad pública y violencia, que como era de esperarse ni siquiera atemperó su política practicada hasta la ignominia de “abrazos no balazos” al crimen organizado. Solo el tiempo dirá por qué y para quién, durante las últimas semanas de su presidencia, López Obrador se dio a la nefasta tarea de destruir las bases de la democracia mexicana ―poder judicial independiente, reglas justas para la competencia electoral, órganos electorales imparciales y profesionales, órganos autónomos a cargo de tareas críticas para el desarrollo, y fuerzas armadas apolíticas.
Esperemos que pronto ocurra la reconstrucción y mejora de esas bases. Ayudaría que la presidenta Claudia Sheinbaum imite a su antecesor exclusivamente en una cosa: no cumplir con lo que prometió.
En su caso, continuar con la “Cuarta Transformación.” Que no cumpla, por favor.
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