Donald Trump tenía un plan para Oriente Próximo, pero ni siquiera sabía en qué consistía. Lo sabía muy bien Benjamín Netanyahu, viejo amigo de los Kushner y sobre todo del hijo, Jared, el marido de Ivanka y yerno del presidente.
A Trump solo le interesaba el resultado: una foto en el jardín de la Casa Blanca donde pudiera firmarlo solemnemente con dirigentes árabes y palestinos, como habían hecho anteriores presidentes. Y luego, el Premio Nobel de la Paz, galardón para el que contaba con los servicios de un gris parlamentario noruego de extrema derecha dispuesto a presentar su candidatura, tal como hizo en dos ocasiones con similar éxito: una por su fallido intento de desarme de Corea del Norte, con sus tres encuentros en la cumbre y sus cartas de amor a Kim Jong-un.
El otro, por los Acuerdos Abraham, así denominados a pesar de las insinuaciones presidenciales para que se llamaran Acuerdos Trump. El plan empezó a aplicarse antes de ser bautizado, una vez el suegro de Jared Kushner entró en la Casa Blanca.
El primer viaje internacional de Trump no fue a México y Canadá, como es tradicional, sino a Israel y Arabia Saudí. Washington cortó su ayuda financiera a la Autoridad Palestina, cerró su oficina en la capital federal y trasladó su embajada a Jerusalén.
La Casa Blanca también reconoció la soberanía israelí sobre los territorios sirios ocupados en el Golán, que Netanyahu bautizó con buen tino como Altos de Trump. Fueron detalles sin importancia al lado del paso trascendental: la primera superpotencia rompió el acuerdo nuclear multilateral con Irán, con el que se había conseguido la paralización de su programa de enriquecimiento de uranio, material imprescindible para la fabricación de la bomba atómica, a cambio de levantar el embargo de los haberes iraníes congelados en bancos occidentales en cumplimiento de las sanciones de Naciones Unidas.
No era Trump, sino Kushner, quien tenía una visión de Oriente Próximo, pacientemente inculcada por Netanyahu durante años de cultivar la amistad con el joven millonario y ahora familiar del expresidente. Había que construir una alianza de seguridad de los países árabes suníes, una especie de OTAN de Oriente Próximo, frente al “eje de la resistencia” formado por Irán.
Los problemas territoriales iban a resolverse como los resuelven los magnates inmobiliarios: con enormes inversiones y negocios, todavía mayores beneficios y, por supuesto, expropiaciones, que solo afectan a los de siempre. De ahí surgieron los Acuerdos Abraham por los que Emiratos, Baréin, Sudán y Marruecos reconocían a Israel, y Estados Unidos colmaba de regalos en armas o en concesiones diplomáticas a los firmantes (el reconocimiento de la soberanía marroquí del Sahara occidental para Mohamed VI, entre otros) y dejaban a los palestinos sin nada, ni siquiera la negociación de la paz.
Incompletos todavía, a falta de la firma saudí, bastaron los primeros pasos de los Acuerdos Abraham para que Hamás se lanzara a su sangrienta expedición del 7 de octubre en el Néguev. El Programa 2025, elaborado por la Heritage Foundation para preparar el segundo mandato de Trump, explica bien a las claras su significado: “Señalan el fin de la centralidad del conflicto árabe-israelí que ha paralizado las relaciones de Estados Unidos con la región, focalizadas ahora exclusivamente en Irán, que es la principal amenaza para Washington”.
Tras la guerra de Gaza, toca la de Líbano y, a continuación, a por Irán, exactamente lo que Netanyahu viene predicando desde hace 30 años, mientras Washington hacía oídos sordos. Enorme paradoja: regresa el Gran Oriente Próximo concebido por Bush y sus neocons, donde la democracia iba a llegar a partir de Irak y, como en Irak, por la guerra y con cambio de régimen.
Pero ahora es Israel quien hace directamente el trabajo sucio, en vez de Estados Unidos. Si gana Kamala Harris, algo le pedirá a cambio a Netanyahu.
Si gana Trump, ni siquiera necesitará permiso para completar el plan hasta donde le convenga, puesto que es el de ambos..