Las ideas de Charles Darwin estaban demasiado adelantadas a su época. Incluso para él mismo. Al fin y al cabo, Darwin solo intuyó, quizás con una mezcla de audacia y casualidad, cómo funcionaba el mundo natural, pero ignoraba por completo lo que eran los genes o los cromosomas.
Cuando escribió El origen del hombre, en 1871, por ejemplo, su interés se centraba en dilucidar si los seres humanos, tal y como sucedÃa con cualquier especie, descendÃan de alguna forma preexistente. Era algo que no quedaba nada claro porque ni siquiera habÃa un registro fósil contundente que lo confirmara: apenas un cráneo de Bélgica, otro de Gibraltar y unos cuantos huesos de Alemania central. Aún asÃ, Darwin no halló diferencias particularmente importantes o permanentes entre los humanos.
La falacia de las razas
Darwin se fijó en los rasgos fÃsicos de distintos seres humanos que se cruzaron en su camino, a los que se referÃa como razas o subespecies no desde el punto de vista xenófobo, sino propio de la ignorancia victoriana de la época:
Pero desde que alcanzó el rango de humanidad, ha divergido en distintas razas, o subespecies, como tal vez sea más correcto llamarlas. Algunas de ellas, como los negros y los europeos, son tan distintas que si se llevaran especÃmenes a un naturalista sin ninguna otra información, sin duda las considerarÃa especies verdaderas.
Eso sÃ, no consideró que estas diferencias fueran importantes o permanentes: «Dudo que se pueda citar un solo carácter que sea distintivo de una raza y sea constante».
Es cierto que hay diferencias, pero no más de las que pueda haber dentro de lo que se ha venido a llamar «raza» y que no tiene sentido a la luz de la biologÃa